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No es la Luna ni el Rocío

No es la luna que riela,
ni el fresco rocío al alba,
no es la brisa abrasadora,
ni el ocaso azul y grana,
no es la luz de las estrellas,
ni el jilguero en la mañana,
no es el agua de la fuente,
tras bajar de la montaña.

Es la luz de tus pupilas,
con el brillo de tu alma,
son las notas de tu risa,
resonando en tu mirada,
es el aire que se enreda
en los rizos de tu pelo,
es la luz que queda aguarda
en tu sonrisa de cielo,
son mis manos, temblorosas,
que anhelan tu piel de plata,
son mis ojos, que cerrados,
adoran tu aura dorada,
es el tiempo, detenido,
entre dos de tus latidos,
es el suelo, que me falta
al caminar por tu mirada,
es de tus ojos el brillo,
lo que destroza mis noches,
es tu brillo, ¡dios, que brillo!
lo que a mi me abrasa el alma.

Gotas de Luz

Un coro de danzarinas sombras, esta oscura, la otra tenue, radiografías de mis fantasmas que las farolas del parque no dudan en desparramar por el suelo, me acompañan a cada paso que doy, ahuyentando la neblina de la noche gris frente a mi mientras se asoma tardía, perezosa, la luna de plata entre las nubes.

En mis oídos resuena la música que acompaña mis pasos, tensando los músculos de unas piernas que se diría que no corren, sino vuelan, ligeras y ansiosas por llevarme en volandas esta noche.

La guitarra imprime a cada latido de mi corazón un ritmo frenético, bombeando torrentes de sangre por los angostos pasillos de mi cuerpo, y que amenaza con estallar en la cárcel de mi pecho, abrirse paso al frío exterior, y descansar recostado, roto, en el enlutado manto de la incipiente primavera, observando las valientes estrellas que, aún tímidas, arrojan su luz para traspasar la bóveda luminosa de la ciudad y colarse vibrantes, juguetonas, entre las copas de unos árboles que se ríen, diríase, con sus cosquillas, hasta colarse entre las manos de los amantes que pasean bajo su luz.

Ellos, con sus pasos quedos, dulces, ensoñados, contrastan con mi basto trotar. Casi ni hienden la tierra, etéreos, suaves, envueltos en candidez y futuros perfectos, arropados por las diluidas sombras de los árboles, en una realidad alternativa donde no pueden verme, porque el tiempo fluye despacio, sin prisa, con la cadencia de las despreocupadas miradas cómplices.

Y entonces mis ojos, revoltosos, risueños, se posan despacio en ese banco entre los sauces, junto a la fuente que derrama plata de luna.

Estaban allí.

Y cuando su luz me cegó lo vi todo.

Vi la aurora cristalina amanecer, luminosa, en el perfil de sus miradas entregadas, diamantinas, puras, plenas, pequeñas para el mundo e inmensas en su universo.

Vi nacer un sol feliz, radiante, encendido en el crisol de una vida que se abría paso a borbotones por sus pupilas, como el sol de mediodía al pisarlo en el estanque, florecidas con la primavera de un amor que siempre es eterno.

Vi sus delicados dedos deslizándose por su rostro con la cadencia de una hoja suspendida en la brisa, temerosos de deshacer el brillo que nacía a su paso, dibujando apasionados el contorno de su ilusión, de sus sueños, mientras los sauces, atentos, ensimismados, inclinaban delicadamente sus ramas para beber las estrellas reflejadas en su pelo de carbón.

Vi sus labios buscando en sus labios, carmesí rubí encendido, el río donde renacer y sumergirse de nuevo en sus remansos de eterno gozo y frescura, deteniendo el tiempo en el estallido de una gota de luz.

Y ella sonrió de pura alegría, y ella le devolvió la alegría en el regalo de otra sonrisa, como una flor abierta ante mis ojos, y yo vi sus sonrisas, perfectas, cristalinas, llenas de esperanzas y sueños. Y sonreí, maravillado, ante una intensidad que, de blanca pureza, quemaba.

Y tiré las agujas del reloj a un lado, y dejé mi cuerpo suspendido en el reverso de un tiempo que se olvidó de correr, por caminar de puntillas en la orilla del mar de su eternidad, por mojar mis pies descalzos entre la fina arena de su primavera, por corretear con los ojos cerrados y el corazón abierto entre las olas transparentes del mar de su amor sin final, por desnudar mi alma para pintarla del color de los sueños con el pincel de sus sonrisas y henchir mis velas con el fulgor de su pasión.

Y mi corazón sonríe, henchido de gozo, pugnando por escapar de un pecho que, de repente, se le ha quedado pequeño para existir, y yo ya no puedo seguir corriendo, porque mis venas se vacían de sangre, perdida entre el eco de unos latidos que son más grandes que yo.

Mañana saldrá de nuevo, brillante, hermoso, contento, de oro, el sol; y yo vuelvo a casa con los pulmones ardiendo, mis piernas rotas y el corazón desbordado de amor, a guardar mis sueños bajo la almohada.